
Una de estas "de miedo" es la leyenda del Padre Canillas. En una de esas noches de invierno de Jaén, con lluvia y viento racheado que ululaba por entre callejas y balcones con aullidos lastimeros, y donde se hace inútil llevar paraguas, se cuenta que un mozo regresaba en torno a las once de la noche hasta su casa, en la Plaza de la Merced, después de acompañar y dejar recogida a su novia que vivía en el barrio de San Juan; pero cuando pasaba bajo el arco de San Lorenzo, se cruzó con un sacerdote que salía de la capilla que allí había. Era un cura todo vestido de negro y extremadamente delgado que, muy apurado, se acercó al joven y le dijo: “Mozo, por favor, necesito urgentemente que me ayudes a celebrar una misa penitencial para un difunto, pues mi monaguillo no ha aparecido, y no tengo más remedio que oficiarla a esta hora y en esta capilla del Arco”.
Al muchacho le dio fatiga decir que no y ambos entraron en ella. El cura se quitó el negro abrigo, resultando que, a falta de la casulla, ya estaba revestido para la celebración. La tenue luz de dos velas cuya llama oscilaba movida por el viento que a través de las rendijas de la puerta entraba en la estancia, creaba en ella sombras cambiantes, dándole a la misma un aspecto fantasmagórico. Al joven le castañeteaban los dientes por el frío y por la sensación de ultratumba que se respiraba, estando, como sabía que estaba, sobre la tumba de Juan de Olid.

Subió la cuesta a la carrera hasta llegar a la plaza de La Merced, donde otro sacerdote, viéndolo tan agitado, lo paró e intentó calmarlo. El joven le contó lo del otro cura: “¡En vez de piernas, tenía canillas, como las de los esqueletos!” Entonces este sacerdote, sonriéndose, se alzó la sotana y le mostró los huesos de sus piernas al tiempo que le preguntaba "¿Serían como éstas?" Lívido y con el corazón saliéndosele por la boca, el muchacho echó de nuevo a correr por las calles de Jaén pidiendo socorro y atropellando en su desenfrenada carrera todo cuanto se le ponía por delante.
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